Una noche
en los cipreses,
mientras los
silencios cantaban,
sentada
en mis rodillas
compartiendo
nuestras mieles,
de tus
labios brotaron sueños
que a dos
almas enlazaban.
Y esa
noche en los cipreses
me hice
dueño de tus pasos,
quien lo
hubiera imaginado
ni el profeta
o fiel adivino,
que a
partir de aquel momento
se
anudaron nuestros lazos.
Por eso
adoro los cipreses,
esa
callecita semioscura;
ese muro
fiel testigo
de
promesas y llantos,
ese
bosquecillo donde nacieron
a la
realidad tantas locuras.
Quizás
esa calle ya no exista
y sus
árboles hayan sido talados,
pero lo
que vivimos esa noche
en mi
corazón aún palpita
recordando
aquellos versos pasados,
donde no
había miedo al mañana
ni temor
a despertar en otros tejados.
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